Fuente: José Sarukhán, para El Universal, 9 de enero de 2010
Ocurrió lo esperado (o lo temido) en Copenhague. Después de largos días de negociaciones, a menudo más cercanos de ser confrontación de posiciones de los países, no se lograron compromisos concretos —ni cercanamente adecuados— de reducciones de gases con efecto de invernadero (GEI) y muchos aspectos importantes quedaron en el aire para ser discutidos en el futuro. Ciertamente fue importante que —como no había ocurrido en el pasado— un muy elevado número de jefes de Estado se hubiesen reunido e involucrado de manera importante en el evento de Copenhague, evitando al menos un completo fracaso de una reunión que no pudo llegar a conclusiones en ninguno de los temas centrales que se tenían que discutir y acordar. Al menos esto es algo notable.
Sin embargo, el problema es que ya no hay mucho tiempo por delante para que esos compromisos se adquieran y los detalles acaben por ser definidos de manera que las consecuencias del calentamiento global y de pérdida de ecosistemas no sean de dimensiones cada vez más severas, costosas e incluso provoquen daños irreversibles. No se trata de una postura catastrofista. Para demostrarlo, basten algunos hechos que ilustran lo que quiero decir.
Nuevos datos indican que la tasa de incremento de emisiones de CO2 entre 2000 y 2007 fue cuatro veces mayor que en la década anterior y esa tasa sigue creciendo; además, las emisiones de metano, después de una década de ser estables, ahora se están incrementando notablemente. En adición, un nuevo GEI, el fluoruro de nitrógeno, que tiene un potencial de captura de calor 17 mil veces mayor que el CO2, está creciendo 11% anual debido a su uso en la industria microelectrónica. Este gas no estaba contemplado en las negociaciones del Protocolo de Kioto. Varios estudios sugieren que, incluso si se mantuviese la concentración de GEI en la atmósfera que había en 2005 (es decir ya no emitiéramos más GEI) es inevitable que la elevación de temperatura del planeta será ya de unos 2.4°C por encima del nivel preindustrial. La pérdida de hielo en la Antártida aumentó a 75%, y los modelos predicen que el Ártico podría quedarse sin hielo en el verano en un periodo que va dentro del siguiente lustro hasta mediados del siglo. La pérdida de hielo de los glaciares de montañas se duplicó entre 2005 y 2006. Y el espacio con el que cuento no me permite dar más datos que muestran que no se trata de catastrofismos irracionales.
Es claro —y justo— que países como China, India o el nuestro, desean crecer y desarrollarse más para tener recursos para mejorar el estándar de vida de sus habitantes y que los países desarrollados tienen grandes intereses e inversiones en su industria que no quieren perder, con el riesgo de volverse menos competitivos. El problema es que los fenómenos globales generados por la forma de crecimiento adoptada por la humanidad, no entienden de estas necesidades, ni de resistencias políticas de Congresos y Senados. Seguirán implacablemente su curso, con los efectos que esto tiene y que resultan desastrosos y que serán —y están siendo— pagados por seres humanos, fundamentalmente aquellos más pobres y más vulnerables del planeta.
Insisto de nueva cuenta en lo que he mencionado anteriormente: estamos ante el reto más grande que ha tenido la humanidad. Ninguna generación antes de la nuestra tuvo la información adecuada para darse cuenta de la necesidad de reducir las emisiones de gases con efecto de invernadero. Ninguna generación después de la nuestra tendrá la oportunidad de reducir esas emisiones a tiempo de evitar los efectos catastróficos de un cambio climático irreversible en escala humana.
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