Fuente: El Universal, 11 de noviembre de 2010.
Cancún no será cumbre, será meseta; quizá termine en planicie. En efecto, resulta difícil compartir la decisión de que a la COP-16, la conferencia mundial más importante sobre medio ambiente, no acudan los jefes de Estado y de gobierno. Son ellos los que pueden comprometer a sus países, los que pueden presionar con mayor eficacia a sus sectores industriales para que adopten nuevas normas ambientales; los que pueden enviar a sus congresos la convención que vaya a sustituir al Protocolo de Kioto. Esto no pueden lograrlo los ministros de relaciones exteriores ni los de medio ambiente. Quizá estos últimos tengan mayores conocimientos de las materias y los mecanismos multilaterales de negociación, pero carecen de la fuerza política que poseen los presidentes y primeros ministros para alcanzar un compromiso que detenga el calentamiento global y la fractura definitiva del equilibrio ecológico.
Quizás haya sido el temor a que se calificara a la Conferencia de Cancún como un fracaso, como le sucedió a la previa reunión de Copenhague. Quizá se previó que la presencia masiva de los mandatarios atraería a más grupos de manifestantes, de vándalos y globalifóbicos. Se habrá pensado que era nocivo para la imagen de México mostrar escenas de sometimiento a manifestantes en la zona hotelera. Se habrá considerado también la pesadilla de logística y de seguridad que implica tener juntos a los grandes líderes del mundo. Todas estas pueden ser consideraciones válidas, salvo por el hecho de que ahora sí garantizan el fracaso de la penúltima reunión, antes de que concluya el Protocolo de Kioto. Ahora sí corremos el riesgo de que el mundo se quede sin un gran instrumento internacional para atenuar la emisión de gases efecto invernadero y de que las empresas más contaminantes del mundo tengan obligaciones que cumplir con el planeta. A todas luces, este escenario es más riesgoso que tener manifestantes en la Avenida Tulum o el costo de sellar la zona turística de Cancún.
Si se intentaba reducir las expectativas que se tenían sobre los logros posibles de la COP-16, esto ya se ha logrado.
Cuando 192 países se sientan alrededor de una mesa a discutir algún tema solamente hay dos posibles resultados: se alcanza el mínimo común denominador o los Estados más poderosos movilizan a los más débiles a cambio de presiones o de dádivas y concesiones. Si se alcanza el mínimo común denominador, el esfuerzo colectivo no llegará más allá de una declaración general de principios, sin dientes, sin compromisos obligatorios para las partes. Uno de esos principios puede ser, inclusive, hacer un llamado a continuar con las negociaciones, sin un plazo definido para su culminación.
Así las cosas, el segundo escenario es más realista. China, Estados Unidos, Brasil, la Unión Europea y quizá la India, tienen que llegar a un acuerdo para que la maquinaria mundial pueda ponerse en funcionamiento. El resto de los países son, ante todo, nerviosos espectadores de las decisiones que tomen las grandes potencias. Si China y Estados Unidos, que generan más de la mitad de los gases efecto invernadero, no aceptan mecanismos obligatorios de reducción de emisiones, ninguna convención mundial de medio ambiente podrá prosperar.
El reto es, desde luego, cómo convencer a Washington y a Beijing de que moderen su crecimiento industrial —y por ende desaceleren la creación de empleos y de riqueza— en aras de que el planeta restaure su equilibrio ecológico. El reto es cómo crecer sin provocar que la Tierra llegue a un punto en que resulte imposible sostener la vida. El dilema es claro: la Tierra no sabe de economía.
En sentido inverso, podría también afirmarse que los políticos y muchos industriales y financieros tampoco saben mucho de la Tierra. O les importa poco, frente a la necesidad de ganar votos y generar utilidades.
Así las cosas, una de las pocas alternativas verdaderamente viables para enfrentar el deterioro ambiental es el desarrollo urgente de nuevas tecnologías. Y tienen que ser mejores y más baratas. Ahí está el ejemplo del Protocolo de Montreal, que fue capaz de eliminar los CFCs de las latas de desodorantes y de espuma de rasurar, gracias al descubrimiento de un sustituto —el gas freón— más barato y amable al medio ambiente. Esto ha ayudado grandemente a evitar que la capa de ozono continúe perdiéndose.
Ya que Cancún será una conferencia light, las baterías podrían enfocarse en alcanzar acuerdos sobre asuntos técnicos y políticamente poco controvertidos. Cosechar la fruta que se encuentra en las ramas más bajas del árbol. Después, habrá que ir con los mandatarios para ver si lo aprueban o no.
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